viernes, 30 de noviembre de 2012

Anotaciones preliminares acerca de "Una Teoría Darwiniana de la Belleza", por Denis Dutton




Esta teoría complementa y desafía  la mayor parte de las visiones acerca de la estética que andan por ahí - lo cual me encanta. Tiene la simplicidad elegante que caracteriza a las propuestas fértiles, y se sostiene gracias a un corpus de conocimiento amplísimo.

En primer lugar, nos indica que hay ciertos valores estéticos universales, desde una perspectiva de la experiencia y un placer básico que se corresponde con una función biosocial. Así, nos hace pasar del relativismo cultural a la filogenética. Nos recuerda el valor fundamental de la selección sexual como contraparte/completemento de la selección natural, y con ello algo que por obvio dejamos de ver: cómo la selección sexual se ha servido y sigue sirviéndose de valores culturales en nuestra especie para cumplir exacto la misma función, pero ahora en contextos no de sobrevivencia, si no de compentencia social.

También, hace  retroceder hasta dos millones y medio de años atrás-es decir, al Homo Erectus y al Homo Ergaster- la aparición verificable de la valoración positiva de la simetría y la proporción (valores fundamentales para la percepción de lo bello incluso en bebés, y en el modo en que seleccionamos pareja), lo cual le da una nueva dimensión a la propuesta. Y ni qué decir de la posibilidad de que la capacidad de generar objetos bellos precediera al lenguaje como herramienta para generar mejor estatus reproductivo y social.

Luego integra el lenguaje (y con él, la capacidad de generar ficciones creativas) y la música, de modo natural y coherente, si bien es un poco precipitada (al menos en esta charla, habrá que leer el libro "The Art Instinct" publicado por Dutton en 2010).

El principio fundamental hacia el cual la charla nos conduce: "Hallamos belleza en algo bien hecho", expresa algo digno de reflexión. Lo que nos pasma y llena de asombro ante la obra o acción artística, además del objeto o acción en-sí, es la habilidad que la misma denota. A fin de cuentas es el asombro que sentimos al saber que uno de nosotros ha sido capaz de generar una maravilla de donde antes no había nada - una obra de arte bellamente ejecutada por uno de nuestra especie es capaz de motivar a otros a permanecer, a seguir adelante, a querer repetir ese gozo. Hallamos un placer básico, necesario, en ser testigos o ejecutores de ello.

¿Es nuestra capacidad de percibir belleza, y las artes con ella, el modo que encontró la evolución para darle una razón de seguir existiendo a la única especie que se sabe a sí misma, viviendo y muriendo, como colectivo y como individuos?

Postdata - Me ha parecido necesario esta opinión de mi amiga Suham bello, que incluyó lo siguiente como comentario en Facebook:

"En cuanto a percibir belleza, no es algo exclusivo del ser humano. Los animales perciben belleza de una manera intuitiva al igual que nosotros, debido a un "golden ratio" que domina las formas naturalmente perfectas. La naturaleza lo demuestra. Todo lo naturalmente bello, es proporcionado. Todo aquello es proporcionado y balanceado, es saludable. La salud es belleza y viceversa.
En cuanto al arte, lo que pasa con nosotros es que, más allá del valor sexual y de estatus social que brinda la belleza, hemos desarrollado una necesidad, muy probablemente a consecuencia de la inteligencia y creatividad cuyas fuerzas opuestas sintetizan nuestro intelecto, a otorgar significado a nuestra existencia más allá de nosotros mismos. El arte viene a darnos ese significado trascendental. El valor es en sí mismo."

lunes, 17 de septiembre de 2012

El Administrador del Edificio Imperio


El Administrador del Edificio Imperio
En deuda con Alec Lourmier

No entiende por qué todo el mundo lo odia. Yo tampoco. Ignorante como soy, intuyo que algo de su pasado le persigue. Ninguno de nosotros está seguro.

Día o noche, su piel y su ropa tienen un tono sepia algo peculiar. Su bigote está pasado de moda y su acento extranjero es fuerte. Pero estoy convencido de que esas menudencias nada tienen que ver con el rostro de indignación y asco de los otros inquilinos, o los insultos callejeros a los cuales no termina de acostumbrarse.

Mi casero es el hombre más noble y sensato que haya conocido. Algo en el encono que sufre con paciencia le ha purificado de cualquier tontería o vanidad. Pasa sus modestos días leyendo, escribiendo, ensamblando magníficas ciudades a escala y escuchando ópera, de esa que provoca un sentir entre la grandeza y la rabia. Todo lo que sé de pintura lo aprendí de él. También conversa conmigo, aunque sería más preciso decir "lo escucho", horas y horas contándome historias acerca de héroes nórdicos y guerras de honor largamente olvidadas. Me hipnotiza. Sus palabras finas se quedan en mi mente blanda y me hacen sentir valioso.

Su trato es afable, incluso cuando las familias judías del cuarto piso le gritan “cerdo asesino” a menudo y llevan meses negándose a pagar la renta. La única vez que sugerí que los echara, dijo con voz paternal: “Ya casi es invierno. Puede esperar”.

Detesta salir de paseo, como es de suponer. Pero hay días en los cuales la vista de su piel sepia me inquieta y le insisto mucho hasta que salimos, él con sobretodo pardo y un sombrero enorme para evitar que le noten. Pero igual lo vuelven a ver. Cuando comienzan los murmullos trato de llevarle a donde no haya gente y pueda respirar. “Berlín está caído”, susurra a veces entre dientes cuando ya está muy nervioso. A mí me duele la tristeza con que lo dice; ni una vez le he recordado que estamos a medio mundo de Berlín.

Nunca pierde los estribos. Nunca. Anoche, por ejemplo, lo admiré aún más de lo usual. Estábamos caminando cerca del parque y se nos ocurrió cenar en un restaurante barato. Estaba de buen humor. Cuando entramos, ninguno de los pocos clientes nos miró, aunque la mesera hizo un gesto que me resulta lamentablemente familiar. No pareció prestar atención cuando él, tímido, le quiso recordar que es vegetariano. Luego, fue la cocinera quien nos trajo una orden: dos tazas de sopa hedionda en las que flotaban cabezas de pescado.

 Por primera vez vi a mi amigo con ganas de llorar. Sentí el impulso de levantarme, gritar justo allí lo que he callado por años cuando cosas así pasan, hasta que sentí su mano firme en mi brazo. “Esa dama cocinó esto con esfuerzo”– susurró. “Puede que la chica haya escuchado mal”.

Me dio ternura la sonrisa con la que me pedía estarme quieto. Hice gesto de que nos fuéramos y accedió. Ya de vuelta en la calle, Adolfo puso su mano en mi hombro. Pensé que era un gesto de afecto; un minuto depués, me di cuenta de que se apoyaba. Debe estar envejeciendo.