El Administrador del Edificio Imperio
En deuda con Alec Lourmier
No
entiende por qué todo el mundo lo odia. Yo tampoco. Ignorante como soy, intuyo
que algo de su pasado le persigue. Ninguno de nosotros está seguro.
Día o noche, su
piel y su ropa tienen un tono sepia algo peculiar. Su bigote está pasado de
moda y su acento extranjero es fuerte. Pero estoy convencido de que esas
menudencias nada tienen que ver con el rostro de indignación y asco de los
otros inquilinos, o los insultos callejeros a los cuales no
termina de acostumbrarse.
Mi
casero es el hombre más noble y sensato que haya conocido. Algo en el encono que
sufre con paciencia le ha purificado de cualquier tontería o vanidad. Pasa sus
modestos días leyendo, escribiendo, ensamblando magníficas ciudades a escala y
escuchando ópera, de esa que provoca un sentir entre la grandeza y la rabia.
Todo lo que sé de pintura lo aprendí de él. También conversa conmigo, aunque
sería más preciso decir "lo escucho", horas y horas contándome historias
acerca de héroes nórdicos y guerras de honor largamente olvidadas. Me
hipnotiza. Sus palabras finas se quedan en mi mente blanda y me hacen sentir
valioso.
Su trato es
afable, incluso cuando las familias judías del cuarto piso le gritan “cerdo
asesino” a menudo y llevan meses negándose a pagar la renta. La
única vez que sugerí que los echara, dijo con voz paternal: “Ya casi es
invierno. Puede esperar”.
Detesta salir de
paseo, como es de suponer. Pero hay días en los cuales la vista de su piel sepia me
inquieta y le insisto mucho hasta que salimos, él con sobretodo pardo y un
sombrero enorme para evitar que le noten. Pero igual lo vuelven a ver. Cuando comienzan los
murmullos trato de llevarle a donde no haya gente y pueda respirar. “Berlín
está caído”, susurra a veces entre dientes cuando ya está muy nervioso. A mí me
duele la tristeza con que lo dice; ni una vez le he recordado que estamos
a medio mundo de Berlín.
Nunca pierde los
estribos. Nunca. Anoche, por ejemplo, lo admiré aún más de lo usual.
Estábamos caminando cerca del parque y se nos ocurrió cenar en un restaurante
barato. Estaba de buen humor. Cuando entramos, ninguno de los pocos clientes nos miró, aunque la mesera hizo un gesto que me resulta lamentablemente familiar. No pareció prestar atención cuando él, tímido, le quiso recordar que es vegetariano.
Luego, fue la cocinera quien nos trajo una orden: dos tazas de sopa
hedionda en las que flotaban cabezas de pescado.
Por primera vez vi a mi amigo con ganas de
llorar. Sentí el impulso de levantarme, gritar justo allí lo que he
callado por años cuando cosas así pasan, hasta que sentí su mano firme en mi brazo. “Esa dama cocinó esto
con esfuerzo”– susurró. “Puede que la chica haya escuchado mal”.
Me dio ternura la sonrisa con la que me pedía estarme quieto. Hice gesto de que nos fuéramos y accedió. Ya de vuelta en la calle, Adolfo puso su mano en mi hombro. Pensé que era un gesto de afecto; un minuto depués, me di cuenta de que se apoyaba. Debe estar envejeciendo.